miércoles, 28 de mayo de 2008

Medioambiente




El sol que brillaba con todo su esplendor, los pájaros que cantaban con su melodiosa voz, las mariposas que volaban raudas, libres y veloces con sus alas multicolor y la música del taller de radio que se escuchaba a lo lejos parecían confluir para despertar mis sentidos del largo letargo en el que habían estado sumidos hasta aquel maravilloso mediodía. El dulce paseo alrededor de la muralla se me hizo irresistible porque una efímera brisa de primavera adornaba la imperturbable paz de aquel cielo tan azul. Los primeros brotes de una tierna y fresca hierba que comenzaba a crecer aquí y allá nos acompañaron hasta las orillas del pantano donde despuntaban grandes losas de pizarra que habían sido talladas con el paso del tiempo y el incesante choque de la cristalina agua de aquel gran embalse. La tarde iba llegando y la tranquilidad y el sol incitaban a pensar cómo sería la vida de aquellas gentes que antes vivían en aquellos magníficos parajes, sus costumbres y diversiones y en la pena y el dolor que tuvieron que sentir al dejar atrás sus hogares y el pueblo en el que habían nacido, pueblo en el que estábamos nosotros y que, en pocos días, se había convertido en poco menos que nuestra casa. Por eso, cuando miré el gran olmo de la entrada por última vez desde la ventana del autobús, sentí como dejaba atrás
una parte de mí.

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